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Cita del día para recordar:

domingo, 19 de septiembre de 2010

Moreno

akhal-teké

 

En medio del camino me he parado, la cuadra está abierta y vacía. No se escucha más que las golondrinas cazando al vuelo y el sonido del reguero entre las piedras. Es una mañana soleada de primavera, y aquí estoy, en el pueblo. Me siento a la puerta de la casa esperando. Mordisqueo el pan con mantequilla y miro hacia el monte de vez en cuando; mi abuela y mi hermana han ido a buscar a “Moreno”, el caballo, que está pastando en la ladera del monte.

Sigo con la mirada las piruetas de las golondrinas y aviones rivalizando en vuelo, de vez en cuando alguna baja al suelo a formar pequeñas bolitas de barro para reparar su nido. Otra mirada al camino y escucho en silencio, lo oigo ¡ya viene!. Casi puedo sentir temblar el suelo bajo sus cascos y ahí baja trotando, fogoso; levantando nubes de polvo y chispas de las piedras en su loca carrera. Viene solo y no se que hacer.

Me planto en medio de la calle cortándole el paso, es muy veloz y cuando quiero darme cuenta, ya está casi encima de mí. Caracolea amenazante. Eleva sus patas y recorta la negra silueta al sol de la mañana. Envía mil brillos de luz,  y gotas de sudor se desprenden de su grupa salpicándome. Es hermoso, desde mis ojos de un niño de siete años lo imagino, cual “Shire”, vestido de hierro presto a la carga y yo, pertrechado de acero, subido sobre él con la lanza en ristre y la celada bajada esperando el golpe del contrincante en un torneo multicolor de damas y caballeros.

Entonces oigo que alguien me llama, se rompe la ensoñación y despierto, él aun sigue alzado en sus cuartos traseros. Con un último saludo al sol baja y gira su rumbo hacia la cuadra, hacia su encierro. Mi abuela llega sudorosa y preocupada por mi inconsciencia, “¿cómo te pones delante, no ves que pudo arrollarte?”, pero no me importa, aún siento la fuerza del sueño y corro a atarlo al pesebre como si hubiéramos llegado juntos de una contienda.

El otro día encontré una fotografía de Moreno. Estaba delante de las escuelas del pueblo y mi tío subido de pie con los brazos en cruz haciendo malabares. Se veía alegre. Pero no era ese caballo de batalla de mi niñez, el que levantaba hierba y polvo cargado de metal en un batalla contra los moros. Solo era un caballito negro fuerte y ligero, descendiente de los asturcones que llevaron en sus lomos a aquellos guerreros que lucharon contra roma por las laderas de El Bierzo.

 

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