Tarde gris del final del verano, muere el sol y sus rayos arrancan el oro viejo del cielo que se desparrama hacia las montañas lejanas perdiéndose en el horizonte. Pronto comenzarán a brillar las estrellas en esta noche despejada de nubes, tranquila y húmeda después de la descarga pasada. Abajo en la praderilla ranas de san antón y grillos comenzaran a salmodiar sus cantos nocturnos; si tenemos suerte algún ruiseñor nos mecerá en nuestros sueños con su fresca melodía. La noche lo siente, es la combinación perfecta para que todos estos compañeros nocturnos hagan presencia en un rincón de la sofocante y, ora quieta, ciudad.
Quizá si nos detenemos por un rato y, asomados a la ventana, dejamos libre la mente, podamos ver pasar a Aengus el vagabundo camino de las montañas buscando las doradas manzanas del sol.
La canción de Aengus el Vagabundo
Me separé del avellano
porque sentía un fuego en mi cabeza
Corté y pelé una rama de avellano
Y enganché una baya al hilo
Y cuando las polillas de blancas alas
titilaron como estrellas
Se me cayó la baya en un arroyo
Y atrapé una pequeña trucha dorada
Cuando yo la había dejado en el suelo
Y fui a preparar el fuego
algo crujió en el suelo
Y algo me llamó por mi nombre
Se había convertido en una brillante niña
Con flores de manzano en el pelo
¿Quién me llama por mi nombre? dije
salió corriendo Y con un brillo se desvaneció en el aire
Aunque ya soy un viejo vagabundo
Atravesaré las tierras bajas y las montañas
Voy a averiguar dónde se ha ido
Y besaré sus labios y tomaré sus manos
Y caminaré a través de largas yerbas de color verde
Y cogeré hasta que el fin de los tiempos llegue
Las manzanas de plata de la luna
Y las manzanas de oro del sol
William Butler Yeats
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